jueves, 3 de septiembre de 2015

Por piedad que ya se acabe el mundo...

Te das cuenta de que toda la música del mundo, esas hermosas combinaciones de sonidos y silencios que nos conmueven y nos hacen llorar, reír, querer ser otros o mejores, regresar a un lugar, volver a ver a alguien; de que la arquitectura magnánima con sus espacios y el concreto, el bambú, la madera, que bien pueden ser hogares, hospitales, museos o templos; que las pinturas y esculturas, esas que te gustan tanto y has pasado horas contemplando, ¡Y los libros! Ay, los libros, la poesía de Cioran, de José Carlos Becerra, la de Roberto Juarroz, la de Neruda, las novelas de Houellebecq, de Lezama Lima, de Camus y Sartre; la filosofía de Eco, de Tournier; el teatro de Wilson, de Margules, de Finzi Pasca; el cine de Herzog, de Wenders, de Polanski, aquella secuencia hermosísima de Todas las mañanas del mundo, la escena sublime de La Vita é bela en que Benigni le explica a su hijo las reglas del campo de concentración para que piense que es un juego... Nada. Te das cuenta de que todo eso no te sirve de nada, de que vale absolutamente menos que un carajo cuando te ponen enfrente la fotografía de niños muertos en la playa, náufragos del mundo estúpido y egoísta que construimos. A eso debes sumar todos los muertos que vienes cargando, los desaparecidos, la miseria, el dolor de una gente y la indiferencia de otra. Ni toda la belleza del mundo, ni todo el arte, ni toda la música, ni todo el pensamiento, ni todo el esplendor de la cultura, ni todo el amor, ni toda la esperanza son capaces de calmar la infinita, profunda, lacerante, espantosa, muerdealmas, comemierda, hija de puta tristeza que sientes... Y sólo te escondes en el rincón más profundo de tu casa, y rezas para que, por piedad, ya se acabe el mundo.

Michelle Solano